miércoles, 2 de octubre de 2019

A la luz del crisantemo



Hace como unos diecisiete años, abandoné la ciudad para siempre y me deshice de la tele. Por entonces, no tenía internet y mi móvil solo servía como teléfono, la comunicación virtual no existía  salvo mi correo electrónico, que visitaba una vez cada dos semanas. Prácticamente, mi única comunicación con el mundo eran un par de visitas al mes, algunas conversaciones en el bar del pueblo cercano y con los cabreros que pasaban por la linde de mi finca. Por aquellos tiempos, los anacoretas no teníamos apenas contactos sociales, de hecho, buscábamos eso precisamente, el encuentro espiritual interior y el contacto sensible directo con la naturaleza.
Recuerdo muy bien la opinión generalizada de la gente de afuera. Ellos me decían e insistían que era importante y una responsabilidad mantenerse informado de lo que pasaba en el mundo.  Yo, sin embargo, rechazaba  por completo cualquier tipo de información, lo consideraba como una contaminación a mi libertad de pensamiento. Durante mis años más ermitaños,  tomé consciencia de algo fascinante: Todos los acontecimientos importantes que sucedían en el mundo, siempre me venían ya procesados por los pensamientos subjetivos de las gentes, con lo que resultaba que la verdad objetiva resultaba evidente. Y no sólo eso, me ahorraba el proceso de discusión y todo el malestar que eso provocaba. Al final, podía tener mi propia opinión libre de interferencia, clara y contundente. Rara vez coincidían con las de los demás, pues ellos, que leían el periódico y veían las noticias en la radio y la tele, vivían los pensamientos subyugados por las linealidades de la información dada.
Es fácil, cuando vives fuera de las redes de la información, darse cuenta de que la mayoría de las personas piensan todas igual, en una u otra dirección, eso no importa, lo que importa es que siempre son repetidas. Esto crea un convencimiento; y la defensa del convencimiento, consecuencia de la realización personal ante la discusión, termina siendo una cuestión vital de auto-reconocimiento. Este hecho crea una manifestación a imagen y semejanza de ese origen ya subordinado al conflicto.
En mi bosque Natural de alimentos (bNa) trabajaba, y sigo trabajando, en la parte sensitiva y pensante de los pequeños detalles que se enfrentan, aquellos se suceden sin ninguna aspiración de control, sino como respuesta a la manifestación dada por la naturaleza. Es este un estado auténticamente original, no generado desde la repetición controlada o la incursión en el conflicto.
Entonces, desinformado, aunque atento, se podía mantener después una opinión no subordinada sobre lo observado, ya  que, originariamente, no estaba contaminada ni por la discusión, ni por el proceso de lucha que la misma naturaleza contiene. Esto significó el “desde adentro hacia afuera” de la realización de un bNa, sexto principio de la Agricultura Natural.
A pesar de que en el cielo surcaban las líneas de los aviones, a pesar de que no llovía lo que debiera, y a pesar de que podía sentir los males de allá afuera, mis plantas eran todo para mi, las cuidaba como si fuera yo mismo, aunque tuviese que acarrear el agua en cubos para regar. El vergel se construyó solo, pero con mi ayuda supe, desde muy pronto, que aquella manifestación era, ni más ni menos, que la fuerza expansiva de mi propia realización personal no subyugada al conflicto. Hoy, mi pequeña finca, que no llega a una hectárea,  genera esa fuerza desde adentro hacia afuera, impulsa cambios profundos desde esta fortaleza de pureza y biodiversidad, donde hace años que viven toda clase de insectos y animales que mantienen la vida en perfecta comunión, con el conflicto implícito natural, más allá del desierto, sin apenas vida, que nos separa.
A manos de la Agricultura Natural, en este mundo de locura virtual, donde la información está en un punto grave de conflicto, corren tiempos donde empujamos para salir de la vorágine. Los anacoretas salimos de nuestras cuevas, participamos en la discusión repetida, aún a sabiendas de su inutilidad. Lo hacemos conscientemente para entregar al mundo nuestro más preciado legado íntimo, que ya no concede celos, ni intenciones, pues está compuesta de la fuerza indestructible de la misma creación.
La luz de los crisantemos, en cada otoño, me reclaman el derecho que todo ser  humano debería tener, y es mantener la libertad de poder admirar y contemplar el detalle más pequeño que abarca toda la inmensidad del universo, y que está fuera de toda manipulación. Es la libertad auténtica y transformadora.

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